miércoles, 19 de septiembre de 2007

Orión y la libélula

Orión era un gatito que vivía en la calle, con su madre y dos hermanitas de pelaje atrigrado. Sabía muy poco del mundo, y sus vivarachos ojos se quedaban embobados ante el más mínimo movimiento que llamaba su atención. Su casa era un agujero en la pared de una caseta abandonada. Y aunque no era realmente muy confortable, era cuanto necesitaba para ser feliz, pues su madre siempre estaba sentada haciendo guardia, vigilando tanto a él como a sus hermanas, cuando salían al exterior. Todo el amor del mundo estaba en aquel agujero, por ello, pocas veces salía a jugar bajo la atenta mirada de su madre, y prefería quedarse dentro al calor de lo que él llamaba “hogar”.

Pero Orión era un gatito muy curioso, y aquel día llamó su atención una libélula que se posó sobre una piedra a pocos centímetros de él. Sólo tenía que alargar su patita color chocolate, para rozar sus alas. Y haciendo gala de una inacostumbrada valentía, Orión se atrevió a dar dos pasos fuera de su hogar, para seguir los vuelos de la libélula con más libertad.

El cuerpecito de Orión se tambaleó al caminar, pues sus patitas eran aún débiles y no coordinaba muy bien sus movimientos. No recordaba cuántas veces había visto aquella luz tan intensa en el cielo, de color amarillo que por las tardes se tornaba anaranjada, pero no serían muchas, porque tenía pocos recuerdos en su mente.

Orión avanzó dos o tres pasitos, y la libélula escapó de su alcance con un vuelo elegante y zigzagueante. El gatito se preguntó cómo podía haberse movido tan rápido, que casi no había tenido tiempo de levantar su patita para tocarla. Pensó que era mejor seguirla, y avanzo otros tres pasitos más, hasta que llegó al filo de su territorio conocido. Nunca había cruzado aquella baldosa rota, de donde brotaba la hierba que su madre mordisqueaba cada mañana.

Era ahora o nunca. Tenía que saber qué había más allá, y sobre todo, tenía que seguir a la libélula. Estaba seguro de que aquella sería una mañana memorable para él, y no debía perdérsela.

Orión pegó un pequeño saltito y su blandito trasero se dobló hacia la izquierda, haciéndolo trastabillar en el aterrizaje. No había levantado ni un palmo del suelo, pero aquel salto le había requerido un gran esfuerzo y ahora estaba sin resuello. Pero estaba contento, porque ahora se encontraba en una baldosa distinta, había dado el paso decisivo y todo lo que veían sus ojos color miel, era nuevo, brillante y olía maravillosamente.

Mara, la madre de Orión, había estado observando a su pequeñín sin quitarle ojo de encima. Sabía que su cuerpecito iba cogiendo fuerza y que su cabecita estaba llena de ansias de vivir emociones y de deseos de explorar todo lo nuevo. Ella no veía el mundo de la misma manera que su hijo, pues había vivido situaciones muy duras en las que había estado a punto de morir un par de veces. De hecho, cada día que pasaba en la calle, era una lucha titánica por sobrevivir. Cada mañana, sus pequeños cachorros le devolvía la única felicidad que podía estar destinada para ella, pues ya era una gata adulta y sabía muy bien lo que podía esperar de aquella realidad.

Mara avanzó grácilmente, con sus patas blancas tan femeninas, y se mantuvo relativamente apartada de su cachorro, Orión, para observarlo más de cerca, pero sin estorbar aquel momento de intimidad. Se echó con majestuosidad y entornó sus ojos azules mientras veía cómo el cachorro más especial de su camada, se enfrentaba a la espabilada libélula.

Orión, ajeno a las miradas de su madre, era todo felicidad y alegría. La libélula había estado revoloteando a su alrededor y parecía no querer marcharse, para disfrutar de la compañía de su nuevo compañero. Orión se preguntaba, quién de los dos era el que tenía más curiosidad por el otro.

La libélula se separó un instante del gatito y se posó a un metro de él, en el suelo. Allí había un pequeño charco que había formado la lluvia la noche anterior, y aunque toda aquella agua cabía en la mano de una persona, era un lago enorme para ella. Sus patitas se posaron en la cristalina superficie y se quedó inmóvil para beber.

En aquel instante, Orión sintió una urgencia extraña. Sus ojos se abrieron mucho y sus pupilas se dilataron. No sabía por qué, pero quería correr hacia ella, brincar y atraparla con sus patitas. Se acordó de que había visto a su madre agazapada, y después haberla visto saltar con maestría sobre una pequeña ratilla de ciudad. ¿Era eso lo que quería hacer él?. Sí, creía que sí.

Su cuerpo se agazapó, al igual que lo había hecho el de su madre en aquella ocasión, y clavó sus ojos en la libélula, que seguía quieta posada sobre el charco de agua clara. Sus cuartos delanteros se aplastaron contra el suelo, y sus patas se prepararon para pegar el gran salto.

Mara observó pacientemente, cómo su cachorro, iba a poner en práctica las mismas técnicas de caza que llevaba en sus genes gracias a miles y miles de generaciones felinas, que habían hecho exactamente lo mismo para sobrevivir. El gatito cogió impulso con sus patitas de atrás, y aterrizó esta vez con más estabilidad sobre el charco de agua y su amiga la libélula.

Sin embargo, la libélula era una animalito que había visto tanto mundo como Mara, y levantó el vuelo rauda, cuando vio al gatito volando a medio metro de ella. Justo cuando las patitas del gato se mojaron al entrar en contacto con el agua, la libélula salió disparada y emprendió un vuelo largo hacia el mundo desconocido, dejando a Orión perplejo, mojado y solo.

El cachorrillo de tan tierna edad, que había visto tan pocas puestas de sol, miró hacia atrás buscando con la mirada a su madre. Mara ya estaba caminando hacia él, con la paciencia y la bondad de una madre cariñosa, y que sabe que aún tiene muchas cosas que enseñarles a sus hijos. Orión miró hacia lo alto, y su madre, comprensiva, le dio un lametón en el hocico, consolándolo.

Orión no entendía por qué se había ido su amiga la libélula, y por otra parte se preguntaba qué habría ocurrido si hubiera aterrizado encima de ella. Había tantas cosas que no sabía, tantas preguntas que quería hacerle a su madre…

Mará leyó en su mente, y parpadeó, comunicando a su hijo que todo iba bien. Que aquello era lo que tenía que pasar, y que él debía de aprender a aceptar la vida como viniera. Diligentemente, Orión dejó que su madre lo cogiera del cogote con la boquita y lo trasladara al mundo que él conocía. Cerca de la baldosa rota de donde brotaba la hierba; cerca del agujero donde él tenía su hogar y compartía con sus hermanas.

Orión sacó en conclusión de aquel día, que su amiga era demasiado pequeña para entender que él quería seguir jugando con ella. Que a lo mejor no tenía una mamá que lo hubiera enseñado como a él, y quizás otro día cuando la encontrara, le mostraría él mismo que no tenía nada que temer de sus juegos.

Y entonces vio, cómo su madre estiraba sus poderosos músculos al sol, sacaba sus afiladas uñas y volvía a sentarse delante de su hogar, vigilante.

Orión miró sus patitas y se miró sus pequeñitas pero también afiladas uñas y recordó el minúsculo tamaño de su amiga. Orión no recordaba si sus uñas habían estado extendidas cuando dio el salto hacia su ella, y se preguntó, de nuevo, qué habría pasado si la hubiera rozado con ellas.

¿Realmente la libélula no tenía nada que temer de sus juegos, a pesar de sus buenas intenciones?

Orión aprendió también, que un día sería como su madre, y que tenía un enorme poder que aún no había alcanzado a comprender. Que sus músculos serían también poderosos y que tendría que tener cuidado con aquellos a los que demostrara su amor y amistad. Pues muchos podrían ser más débiles que él, y por tanto, sobre sus pequeños hombros recaía una inmensa responsabilidad.

Pero como era muy pequeñito, aquellos trascendentales pensamientos, le produjeron un enorme sueño y se dirigió dentro del agujero a descansar. Antes de que cerrara sus cálidos ojos, Mara ya había entrado tras él y se tendía para que tanto él como sus hermanas pudieran mamar.

Orion se quedó dormido mientras la cálida leche de su madre calmaba su estomaguito y apaciguaba sus pensamientos. Aquel había sido un día bello, divertido y lleno de misterios que no comprendía. Mañana, buscaría de nuevo a su amiga, y le preguntaría…

¿Qué le preguntaría?

Orión ya estaba entrando en el mundo de los sueños, donde una libélula del mismo tamaño que él, retozaba en un charco y batía sus transparentes alas, dejando que la luz del sol llegara hasta él y lo bañara con su calor.